lunes, 17 de junio de 2019

La neblina cubre el pueblo dándole un aspecto borroso de ciertos paisajes...




El retrato

     La fatiga entorpece los miembros de Manuel Urzúa.  Estirando las piernas con movimientos lentos, logra al fin sacudir el hormigueo de sus pies, recordando, muy  a pesar suyo, los consejos recientes del médico acerca de la mala circulación de su sangre.
    Enderezando su columna vertebral adolorida trata de acomodarse mejor en el asiento del autobús en el cual viaja incómodo desde el mediodía.  Manuel Urzúa va lleno de confianza al pueblo de Burgo de Osma, en donde ha de asumir en breve el cargo de profesor de Instrucción Cívica, cargo que lo colma de satisfacción, le hace sentir júbilo, quizás por la visión económica un tanto más halagadora que la anteriormente conocida en su carrera.
     El profesor va con los bolsillos repletos de esperanza y de una recomendación para doña Aurora viuda de Santiviago, propietaria de la única pensión decente en el pueblo.
     Entrada ya la noche, el vehículo llega por fin a su destino, sin retraso casi, úes solamente un neumático había estallado en el camino.
     La neblina cubre el pueblo dándole el aspecto borroso de ciertos paisajes.  Manuel baja el vidrio de la ventanilla y en vano hace esfuerzos por escudriñar y descubrir la dimensión del cuadro que desde entonces va a contenerlo.  A lo lejos divisa el campanario de la iglesia y su imaginación construye el resto: el ayuntamiento, la gendarmería, la escuela, edificios rodeados de un jardín sin estilo definido.
    La única valija que lleva, casi toda repleta de libros pesa obligándolo a inclinarse.  Con la otra mano libre sube el cuello de su impermeable y arregla por instinto su sombrero.
     La sirvienta humilde en su traje de céfiro rayado abre la puerta.  Manuel queda por un instante contemplando a la muchacha que parece agobiada por el peso de sus espesas trenzas alrededor de la cabeza.  El profesor evoca al verla la imagen del último calendario de la Cervecería Española.
     Hechas las presentaciones, el nuevo huésped se encuentra después de una serie de ritos acostumbrados, en la habitación que ha de ocupar.  Allí examina de un vistazo la cama estrecha con colchas blanquísimas, la cómoda de cedro, el lavamanos de peltre y en la pared recientemente encalada, le sonríe el dulce rostro de la Virgen del Pilar.
     Manuel vuelve los ojos todavía empañados por el recuerdo de otro cuarto ya habitado y descubre la mirada de doña Aurora.  Hasta entonces el profesor no había observado detalladamente a la señora.  La confusión producida por la personalidad  de ella se apodera de él.  Con timidez aventura ciertas frases de agradecimiento que, al repasarlas en su cama, le parecen infantiles.
    Doña Aurora en realidad es toda una mujer.  Viuda desde hace apenas dos años, guarda en el rigurosos luto cierto sello de elegancia y refinamiento que desentonan en aquel ambiente estrecho de Burgo de Osuna.  En el pueblo bien conocida es la adoración que tenía el difunto señor Ignacio de Santiviago por su bella esposa quien, dichas las cosas con justicia supo corresponder a su afecto de la misma manera.  La muerte de don Ignacio lleva doña Aurora con dolor real y persistente.
    Manuel Urzúa pronto se da cuenta del ambiente especial que reina en la casa de huéspedes.  Todo está allí relacionado con las costumbres y los gustos del desaparecido.  En el menú por ejemplo, el más mínimo detalle traduce la añoranza del amo.  Se comen los filetes de merluza envueltos en huevo porque así le gustaban a él.  Se suprimieron las coles del puchero porque a él le hacían daño.  Se recibe el diario Dos Mundos porque ese periódico pregonaba las ideas políticas y sociales de él...
    La hora del desayuno, del almuerzo del baño, de la ida a la misa, del paseo, respetan aún los deseos del finado.  En el salón donde se hacen las tertulias lucen rígidos de los muebles heredados de la familia de doña Aurora y entre ellos un piano Pleyel de cola sobre el cual el retrato de don Ignacio parece envolver a todos los visitantes con una mirada protectora.
    Los días pasan arrollando con su ritmo los sentimientos de Manuel y la confusión de doña Autora.  Poco a poco una sólida amistad une a esos dos seres asustados ya ante la evidencia de la metamorfosis de sus sentimientos.
    En la mirada del retrato de don Ignacio se adivinan no solamente protección sino honda tristeza...
    En las reuniones se habla menos de las cualidades del muerto y se hacen menos frecuentes las misas por su descanso...
    ¿Por qué luchar contra el empuje de las pasiones? Doña Aurora se halla sin defensa y Manuel francamente no quiere luchar contra esa divina y terrible tentación.  Llega la primavera con sus retoños afirmando con la dulce alquimia de sus esencias los deseos por tanto tiempo reprimidos.
    El luto se hace menos riguroso y van apareciendo en el ajuar de la señora prendas de una sutil coquetería.  De la capital llegan paquetes conteniendo tesoros en listones y encajes.  Se modifica el estilo clásico de los sombreros y en la iglesia más de una lama se asusta el ver el derroche de la imaginación femenina.
    Las horas de las comidas y de los paseos ya no son las mismas.  Los demás huéspedes aprecian grandemente los cambios radicales en el menú.
    Poco a poco el respetado nombre del difunto va pronunciándose cada vez más quedo en la casa de huéspedes de la calle de Alcalá.
    La mirada de don Ignacio se torna de triste en angustiosa, para luego, inmensamente fatigada, perder su brillo y desvanecerse en la nada.
    Doña Aurora y Manuel en un atardecer lleno de suavidad y de promesas pasan en el umbral de la puerta de la casa para subir las escaleras, sin mirar siquiera hacia el salón donde la agonía del retrato colocado sobre el piano se ha consumado en esa tarde de primavera, fecha en la cual murió de veras don Ignacio de Santiviago.
Blanca Luz Molina Castañeda.


SOBRE LA AUTORA

Blanca Luz Molina nace en Guatemala en el año de 1928, hija del doctor Manuel Molina y la Sra. Blanca Castañeda Godoy, durante 20 años trabajó como periodista en el diario El imparcial de Guatemala, la Prensa Gráfica de El Salvador entre otros.

Dentro de sus obras destacan:
El café (Leyenda, 1961)
Sabor a justicia (novela, 1961)
Tierra verde (cuento, 1962)
Los brutos 
y veinte cuentos  y uno más del cual que se desprende El retrato.



lunes, 10 de junio de 2019

Contemplar la luna, es contemplar a quien llevamos en el corazón. (Anónimo)

 Francisco Morales Santos,  Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 1998, es uno de los grandes escritores y poetas de Guatemala, su poesía ha sido traducida a varios idiomas, esta noche compartimos uno de sus cuentos, extraído de su libro titulado: Árbol de pájaros.

Que lo disfruten...


El arete de plata.

    En una hora que no es del día, pero tampoco de la noche, cuando el cielo muda su azul de un rato a otro, de modo que si antes fue azul clarinero, ahora se convertía en azul pavo, Paloma salió al patio de su casa porque su mamá le dijo que fuese a ver si llovería más tarde.

    Paloma abrió bien sus ojos redondos y se puso a contemplar el cielo.  Le pareció un mantel inmenso con migas blancas y hubiera querido tocarlo con sus manos.

    Como de costumbre, se puso a contar los luceros que fueron apareciendo, uno tras otro, mientras el cielo mudaba de color.  Sus ojos apenas se detenían en las orillas de los cerros que guardan el pueblo de los torbellinos.  Más bien volaban como los pájaros que a esa hora volvían a sus nidos.
     De repente, muy cerca de donde el sol se esconde, descubrió la presencia de la luna: estaba tan delgada, casi como un gajo de naranja, pensó Paloma, pero también le encontró la forma de un arte de plata.

     Si con solo cerrar los ojos pudiera alcanzarla, suspiró la pequeña, sin dejar de mirar hacia el poniente.  Era tan grande su deseo que hasta tuvo la impresión de que las estrellas que aparecen junto a la luna le hacían señas de ven acá, mientras el viento la acariciaba como un perro manso.

    El tiempo pasaba y pasaba, pero el asombro de la niña era mayor, pues aunque en su corta vida ya había visto lunas de todos los tamaños por el camino del cielo, ninguna le había parecido tan maravillosa como la de ahora.  El tiempo se le fue en ver y desear, en desear y ver, hasta olvidarse de la razón por la que había salido al patio.  Cuando vino a darse cuenta, la luna ya tocaba la orilla del cerro y el paisaje era recogido por la noche.

    Aquella noche, Paloma se costó pensando el gajo blanquísimo de la luna, que ya en su sueño resultó se un arete pendiente de su oreja.

Francisco Morales Santos- Árbol de pájaros.